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Los territorios de la lectura: el límite es la imaginación

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Artículo de opinión del Coordinador General de la Red de Universidades Lectoras, Eloy Martos
Artículo de opinión del Coordinador General de la Red de Universidades Lectoras, Eloy Martos

 

Artículo de opinión


Literatura de Imaginación es un término ambiguo pero que sin embargo abarca ciertas parcelas bien definidas, al menos en cuanto a público, de la producción literaria.

 

De entrada, literatura e imaginación son conceptos en cierto modo redundantes, pues no hay literatura sin imaginación; sin embargo, cuando hablamos de literatura al modo más académico, lo normal es que, por problemas históricos en la determinación del canon literario, se hayan maginalizado los textos más vinculados a una estética de la fantasía que del realismo, bien en el sentido más clásico -como mímesis de la realidad- o bien en sus versiones más conocidas de la narrativa del s.XIX, la que, según la conocida expresión de Sthendal, concebía la novela como un espejo que se pone a lo largo del camino.

 

Sin embargo, cada día está más claro –y eso lo han puesto de evidencia las últimas aportaciones de las neurociencias- que el cerebro humano y la cultura “tamizan” lo que vemos hasta el punto de que  tomamos por “auténtico” lo que no es sino un constructo de percepciones, experiencias y emociones,  que son trenzadas según ciertos parámetros de nuestra propia comprensión cognitiva y cultural de la realidad.  El estudio intercultural refleja no sólo variaciones en los valores o esquemas de conducta de cada grupo humano, sino, lo que es más relevante, diferentes cosmovisiones o formas de entender y abordar esa misma realidad empírica, si la queremos llamar así.

 

En esta misma línea, es fundamental la aportación del estudio de 1969 de C.M. Bowra sobre La Imaginación Romántica, que en España publica Taurus en 1972, y que sienta las bases para acotar este concepto fundamental. El resumen de su tesis viene a decir que, si bien el género fantástico y la propia idea de imaginación arraigó en las poéticas clásicas y del s. XVIII, el valor de la imaginación como una facultad auténticamente creadora (no equiparable a lo “bizarre”, a lo caprichoso o extravagante,  en la línea del s. XVIII sino a un poder demiúrgico de creación/descubrimiento de mundos autónomos) se debe a la poética romántica. Y es la misma visión que en los últimos decenios ha alentado las sagas fantásticas, como El Señor de los Anillos, o éxitos actuales como Avatar.

 

Para los racionalistas, la imaginación se refiere a lo que no existe, a lo que es una pura especulación o extravagancia mental, y de ahí sus connotaciones negativas (los ilustrados ponían como ejemplo la figura del “centauro”, puro “capricho”, entre formas de hombre y de caballo); por el contrario, para los románticos, la imaginación es una forma alternativa de percibir la realidad y en eso –qué causalidad- vienen a decir lo mismo que los psicólogos actuales, como Bruno Bettelheim y David Cohen, que la creación o identificación con mundos imaginarios o paracosmos ayudan  positivamente a superar conflictos interiorizados y a madurar, en lugar de ser un mero recurso de evasión o enajenación respecto a la  realidad. De hecho, cita Cohe, a las hermanas Bronte, estas fantasías infantiles ayudaron incluso a formar una vocación literaria. Y, volviendo al ejemplo del centauro, los ejemplos de monstruos, vampiros, alienígenas y todo el conjunto del “bestiario” clásico y moderno, - como los robots y cyborgs- son en gran medida la representación de la “alteridad”, que tanta incidencia ha tenido no sólo en el arte sino en la religión, el folklore, etc. De modo que la obsesión por los monstruos es también, bien mirado, un “oculto camino de conocimiento”, tal como ya apreciaron los románticos al subrayar toda la iconología de ruinas, nocturno, cementerios…

 

En resumidas cuentas, la imaginación se nos aparece ante todo como la facultad para construir imágenes. Etiquetar a ciertos géneros -las novelas de aventuras, fantasía, ciencia ficción o terror- como literatura de imaginación tiene sentido en cuanto que han generado tipos y estereotipos muy impactantes, cargados de símbolos fácilmente reconocidos y convertidos ya en emblemas de un alcance muy amplio, como el vampiro, la pata de palo del pirata, el manuscrito del tesoro y tantos otros motivos más que la literatura y el  cine y los otros media han difundido extensamente.

 

Que estos motivos se repiten una y otra vez nos indica algo que coloca a estos géneros de aventuras entre la literatura culta y la tradicional: si bien son también literatura de autor –es decir, con todas las singularidades individuales que se quiera- se reconocen precisamente por conformar y conformarse a las convenciones de una literatura de género (¿qué sería de una novela policiaca sin enigma?), y ello nos revela que la creación de mundos complejos, con enigmas incluidos, va en paralelo con facultades superiores del pensamiento, y que las peripecias de un héroe novelesco y sus decisiones tienen mucho que ver con los propios vericuetos y estrategias con que una mente superior trata de controlar/resolver  los problemas. En efecto, sin la interacción de memoria, emociones y habilidades de pensamiento, la imaginación sería algo caótico y sin sentido.

 

La densidad de la literatura de imaginación reside en que ella conviven, como si fueran ramas de un mismo árbol, dimensiones básicas de la creación artística (en el sentido más erudito del término sino de lo que Benjamin llamó la experiencia del narrar). En la actualidad, además, la lectura de imaginación es “transmedial”, se expresa en lenguajes y soportes distintos: cine, TV, videojuegos, manga… y además tiene una dimensión lúdica y ostensiva:  se puede jugar, representar, escenificar, interactuar con ella, individualmente o en grupo (perfomances, fiestas de disfraces, como los cossplay de los fans). Todo cabe y se puede articular dentro de un mismo patrón de relato de tesoros o de ciencia ficción; los arquetipos se actualizan ante parecidos escenarios: los mares insondables, el espacio exterior, el inframundo, los abismos de la mente asesina…y todos los umbrales posibles entre unos mundos y otros, tal como le pasó a Alicia y a tantos otros personajes.

 

La literatura de imaginación, como todas estas fantasías infantiles, no son simples pasatiempos: al contrario, volcadas hacia experiencias primarias, son útiles por definición, exploran territorios y deseos a veces prohibidos, o cuando menos, con una dosis de riesgo, de ahí el gusanillo por todos estos relatos que, como bien dice Savater, son un tesoro de ambigüedad.

 

Tampoco es que la literatura realista sea monosémica precisamente, pero lo cierto es que la primacía de símbolos y de connotaciones superpuestas (¿por qué se llama Nemo el capitán Nemo?, ¿qué sentido tiene que su casa sea un submarino como el Nautilus…?), todo eso añade un plus de densidad a estos grandes relatos. Ciertamente, toda literatura es per se un ejercicio de imaginación o fantasía, pero cuando nos referimos a los clásicos de la literatura fantástica todo el mundo entiende que aludimos a aquéllos que han traspasado, en palabras de Graciela Montes, las “fronteras indómitas de la creación”, fabulando universos paralelos, viajando en el espacio, como visionarios del futuro o bien buceando en las dimensiones más ocultas –y estremecedoras- del psiquismo humano, al modo de Poe y tantos otros.

 

Así pues, el límite de la lectura no es otro que la imaginación.

 

 

Eloy Martos Nuñez

Coordinador General de la Red de Universidades Lectoras

 

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